-->


UN PUEBLO DE MUJERES CAP. 4 (NOVELAS CORTAS) (POESÍA)




" UN PUEBLO DE MUJERES CAP. 4 "
NOVELAS CORTAS




VERSOS, VERSOS EN FOTOS, POESÍA, POETRY,






EL LEONCITO BEBÉ








Era el joven león, “Memú”, que había vivido raramente en un bosque con aquella manada que lo vio crecer desde que era tan solo una cría, y mientras se alimentaba solo de la leche de su madre, se separaba de sus hermanos que alegremente jugaban entre ellos, para estudiar la conducta de los adultos que lo rodeaban.






Todas las tardes se repetía el mismo acto sangriento que él odiaba, y ver a sus padres, y a todos los otros comer con ansias algo que él había visto que estaba vivo hace tan solo unos instantes, podía hacer que él sintiera asco y terror.




Por suerte, aún no estaba obligado a comer ese tipo de cosas, solamente disfrutaba de la leche de su madre, que se le antojaba más que aquellos pedazos de carne sanguinolenta que pretendían compartir en la manada unos con otros, aunque… la palabra compartir no era exacta, porque muchas peleas en su corta vida ya había visto, por aquello que a él le parecía asqueroso.







El día llegó, el pobre leoncito ya no podía alimentarse de la leche de su madre, pues aquella leona, ya no tenía leche, ahora era cuando tenía que aprender la forma que tenían todos los otros para sobrevivir.







Habían estado vigilando a una pobre cierva que andaba por las cercanías, la triste criatura le llevaba comida a sus cervatillos, pero en el transcurso, se había lastimado una pata, fue entonces, cuando estaba la pobresilla más vulnerable, que la mamá de nuestro Memú fue en busca de la cierva, la persecución no duró mucho, pues la leona era mucho más veloz, de manera que llegado el momento, ésta la agarró por el cuello con sus enormes fauces, y poniendo en ellas un poco de presión, la pobre cierva cayó muerta a los pies de su verdugo. Aquel reciente cadáver, fue arrastrado por la leona hasta donde se hallaba la manada, y en ese mismo instante…




¡Hijo, toma esto y come!

Le dijo a Memú su madre, ofreciéndole un trozo de carne que había cortado antes con sus fauces, del muslo de la presa.

- ¡Mamá, no quiero!, - le dijo el pequeño con una expresión tan cálida que podría derretir un témpano de hielo -.

- ¡COME! – rugió la madre, con su mirada fría que daba pavor -.




El pequeño comprendió que debía comer, pues de otro modo no sobreviviría, y después de todo, era un León, tenía que hacerlo, algo de bueno debía tener si a los demás les gustaba tanto.





Pero no hizo más que oler aquel sangriento trozo, para darse cuenta de que le repugnaba, aunque se dio la oportunidad de probarlo, pues sospechaba que tal vez el olor no definía su sabor. Se adelantó a morder un trozo, lo masticó con horror, el pequeño por poco vomitaba, pero se lo tragó.





Su madre estaba atenta a los numerosos aspavientos del pequeño, de manera que por ella, y con mucho esfuerzo, engulló el resto como pudo, pero cuando nadie de la manada lo veía, el leoncito terminó por hacerle caso a su pequeño estómago, y lo vomitó todo.





Aún tenía hambre, pero no quería comer lo que todos, de manera que se adentró en el bosque, buscando algo que le gustara más.

En el camino, comenzó a sentir un olor tan agradable, que a Memú se le hacía agua la boca, y estuvo dispuesto a seguir aquel olor, hasta encontrar de dónde provenía. De pronto, llegó a un lugar donde aquel agradable olor era aún más fuerte, alzó su pequeña cabecita, y en lo alto de un enorme árbol, encontró unos frutos, redondos y rojos, era obvio que de allí provenía ese delicioso olor, pero… ¿cómo los tomaría?





Fue entonces cuando vio pasar entre lo alto de los otros árboles, a un simpático chimpancé, que cruzaba de un árbol a otro sin ninguna dificultad.

- ¡Amigo… oye! – dijo Memú amablemente -.

- ¡Ahhhh… un león! – dijo el chimpancé asustado y corrió a esconderse -.

- ¡por favor, no te quiero hacer daño, solo quiero comer algo, ¿me puedes alcanzar esos frutos de ahí?! – dijo Memú señalando los frutos que se le habían antojado -





- ¡pero los leones no comen eso! – dijo el chimpancé, mientras salía un poco de su escondite -.

- Por favor, alcánzame algunos, si no lo haces, ¡entonces si te comeré a ti! – le dijo, aunque no fuera cierto -.





Entonces el chimpancé con recelo, se acercó a la copa de aquel árbol, y dejó caer dos que tres frutas de allí.

El leoncito, muy agradecido, le dedicó a su obligado cómplice una mirada amigable, tomó la fruta entre sus pequeñas patitas, la olfateó, su aroma era delicioso para él, abrió sus cortas fauces, y le dio un mordisco.





En cuanto sintió su sabor, se dio cuenta de que le encantaba, y que solo con esto podría saciar su hambre a diario, no se cansaría nunca de ese sabor, y de ese olor.




Continuará...
















 
Usamos cookies propias y de terceros para ayudarte en tu navegación. Si continuas navegando consideramos que aceptas el uso de cookies. Más información